Nos guste o no nos guste, es cierto que durante siglos una literatura mediocre y también una de más alto nivel han formado del abogado una imagen pública como la de un ser codicioso vendedor de palabras o descarado prestidigitador de la verdad y de la justicia.
Cuál sería la imagen de la abogacía en el siglo XVI que las autoridades españolas en América, por mucho que su acto sea discutible, se vieron en la necesidad de prohibir su ejercicio en los territorios recién conquistados.
Del Viejo Mundo traían también acerca del abogado un pensamiento que se expresa en estas palabras del cabildo de la ciudad de México y de Buenos Aires: VENGAN CLERIGOS PERO NO ABOGADOS.
Esta posición quiere decir simplemente que, así como el clérigo predica la paz y enseña la fraternidad entre los hombres, el abogado hace lo contrario.
Sin embargo, aun suponiendo que el juicio negativo esté justificado, vale únicamente de los malos abogados por numerosos que éstos sean pero no de la abogacía como profesión, pues ésta se define y encuentra su razón de existir en su fin principal y último la justicia.
De aquí se desprende que la abogacía comporta como exigencia esencial la necesidad de contar con un elevado sentido ético y que las primeras cualidades que debe reunir el abogado son en el sentido de la justicia y la rectitud moral.